Lo llaman March Madness, la locura de marzo. Los 68 mejores equipos de baloncesto universitario de Estados Unidos se enfrentan en cuatro rondas a partido único hasta dar en las semifinales de la Final Four, que paraliza el país. 

Difícil de imaginar para quienes hemos estudiado en alguna universidad española y hemos practicado (o algo parecido) en ella algún deporte: se nos vienen a la cabeza instalaciones cutres, poco o ningún público, camisetas desparejas… Solo en el muy alto nivel, y sobre todo en deportes aquí minoritarios como el rugby, recordamos algo de lustre y expectación, pero tampoco para tirar cohetes. La diferencia con Estados Unidos no es de escala. Simplemente, se trata de otro concepto.

Valga un ejemplo muy evidente. Una cuarta parte de los adultos estadounidenses tiene previsto apostar unos 15.500 millones de dólares (14.420 millones de euros) en la March Madness, según una encuesta de la American Gaming Association.

El deporte comenzó siendo (y, en parte, sigue siendo) una parte esencial de la esencia de la educación superior que proporcionan las universidades norteamericanas, pero a estas alturas se ha convertido en una industria multimillonaria.  

La organización del March Madness corre a cargo de la National Collegiate Athletic Association (NCAA), una organización sin ánimo de lucro encargada de la colosal tarea de dirigir la actividad deportiva de casi medio millón estudiantes de más de mil universidades, de entre los cuales sale la élite de los 57.661 miembros de los 19.886 equipos que compiten cada año en 90 campeonatos, repartidos en tres divisiones, de 24 deportes diferentes. Una locura.

Para gestionar semejante tinglado, disponen, eso sí, de sus buenos recursos. En Estados Unidos, el deporte universitario tiene un seguimiento difícil de entender desde fuera. El deporte profesional, como la NBA en baloncesto o la NFL en fútbol americano, es concebido como un entretenimiento sofisticado más que como una pasión. Los espectadores acceden a los estadios como quien va al zoo, al cine o a un musical. El deporte universitario, en cambio, aporta pasión. Jóvenes dándolo todo, aún sin mucho sentido táctico, frente al calculado espectáculo de los profesionales.

Además, debido también a la movilidad esencial de su idiosincrasia, los norteamericanos están siempre dispuestos a mudarse, con lo que no suelen desarrollarse un gran apego por los equipos profesionales de las ciudades en las que viven. La universidad, en cambio, está idealizada: a cambio de una suma a veces monstruosa de dinero (los padres ahorran durante años para pagarla), los estudiantes viven allí lo que ha cristalizado como el mito de «los mejores años de nuestras vidas». El deporte se contagia de ese brillo.

Brillo que la NCAA monetiza… sólo para mejorar su gestión, ya que se trata de una entidad sin ánimo de lucro. Pero precisamente porque todo el dinero va a la mejora de las condiciones del deporte universitario, este no deja de crecer y de dar más dinero, en un círculo virtuoso que, sin embargo, trae efectos secundarios: pese a los esfuerzos por mantener la actividad alejada de la profesionalización, las presiones son a veces casi insoportables.

A los estudiantes-atletas, por ejemplo, no les está permitido cobrar por jugar… pese a ser conscientes (ellos y sus padres y todo su entorno, incluidos agentes que revolotean alrededor de cualquier circunstancia monetizable) del dinero que producen. Las universidades son también muy conscientes del prestigio que supone situar a sus equipos en lo más alto de las competiciones de la NCAA. La publicidad por ganar la March Madness, por ejemplo, tiene un valor incalculable: el nombre de la universidad abre las noticias en todos los medios del país. Y, teniendo en cuenta el beneficio posible (pueden llegar a cobrar hasta 50.000 euros al año solo en matrículas), la competencia es feroz. Por eso de vez en cuando surgen escándalos de pagos bajo cuerda o mediante subterfugios a chavales de 18 años superdotados del deporte para que elijan estudiar en determinada universidad.  

El año pasado, la NCAA tuvo unos ingresos de 1.140 millones de dólares, un 1,6% menos que el año anterior. En 2021, el desahogo tras el coronavirus propició un récord histórico que les permitió cerrar con un superávit de 122 millones, frente al déficit de 59 millones del año pasado: cayeron el rendimiento de las inversiones y, sobre todo, aumentaron los gastos en partidas como los dividendos a las universidades miembros de la universidad, los honorarios a los servicios legales y la creación de una aseguradora propia para protegerse de cancelaciones como la que trajo el coronavirus.

Esto último, todo un malabarismo jurídico dada la naturaleza no lucrativa de la NCAA, fue una medida desesperada tras una victoria pírrica. La NCAA fue de las pocas asociaciones deportivas que cobró un buen dinero del seguro por la pandemia. Nada menos que 270 millones en 2020, 81 millones en 2021 y 17 millones en 2022. Tras semejante desembolso, las pólizas subieron como la espuma, con lo que la NCAA, cansada además de onerosas disputas legales, decidió tirar por la calle de en medio creando una filial dedicada a los seguros, 1910 Collective LLC.

La parte del león de la facturación de la NCAA procede, evidentemente, de los derechos audiovisuales, que el año pasado aumentaron de 916 a 940 millones gracias a unos jugosos contratos con CBS y Turner. Aunque otros ingresos, como la venta de entradas, se triplicaron hasta alcanzar los 199 millones, aún quedan muy lejos.

Eben Novy Williams advertía en Sportico esta semana pasada sobre un peligroso desequilibrio en la estrategia de negocio. «El torneo de baloncesto masculino de la NCAA representa más del 85% de los ingresos anuales de la organización, que ascienden a 1.100 millones de dólares, y a medida que el organismo rector asume un nuevo liderazgo, se enfrenta a una mayor presión para diversificar el negocio», decía.

Se trata de un desequilibrio arraigado. «Aunque el fútbol [americano] universitario es una marca comercial mucho mayor que el baloncesto, la NCAA no controla ni se beneficia de la postemporada de la FBS [los partidos finales de la Football Bowl Subdivision, que Incluye a los mejores equipos universitarios de fútbol americano]. Queda el torneo de baloncesto masculino, que cada año genera cientos de millones en venta de entradas, acuerdos de patrocinio y, lo que es más importante, dinero de la televisión», dice Williams.

Sin embargo, añade, aumenta la sensación de que «una mayor inversión en eventos controlados por la NCAA, como el torneo de baloncesto femenino, podría generar más ingresos y un balance más saneado». De hecho, a principios de este año, un informe de una consultora contratada por la asociación para modernizar su trabajo concluyó que encontrar nuevas fuentes de ingresos procedentes de los medios de comunicación y del patrocinio de otros campeonatos era una «prioridad inmediata y a largo plazo».

La jugada les podrá salir mejor o peor, y la concepción tan crematística de deporte y educación nos puede gustar más o menos, pero al menos hay que reconocer en la universidad estadounidense una vitalidad que se echa de menos en otros lares.

Fuente: theobjective.com